El álamo de Miraflores en los '70 |
En el centro del pueblo
quedaba el árbol grande.
Era una plaza mínima,
pero el árbol viejísimo
la desbordaba entera.
Las casas bajas como animales tristes
a su sombra dormían. Creeríase
que a veces levantaban una cabeza, alzasen
una noble mirada y viesen aquel cielo de verdor
que hacía música o sueño.
Todo dormía, y vigilante alzaba
su grandeza el gran álamo.
Diez hombres no rodearían su tronco.
¡Con cuánto amor lo abrazarían midiéndolo!......
quedaba el árbol grande.
Era una plaza mínima,
pero el árbol viejísimo
la desbordaba entera.
Las casas bajas como animales tristes
a su sombra dormían. Creeríase
que a veces levantaban una cabeza, alzasen
una noble mirada y viesen aquel cielo de verdor
que hacía música o sueño.
Todo dormía, y vigilante alzaba
su grandeza el gran álamo.
Diez hombres no rodearían su tronco.
¡Con cuánto amor lo abrazarían midiéndolo!......
Vicente Aleixandre, El Álamo
La mayoría de los recuerdos de mi
infancia están relacionados con los veraneos de mi familia en Miraflores de la
Sierra, un bellísimo pueblo que descansa en las laderas del Pico de la Pala en
la Sierra de Madrid.
Aquellos veranos eran eternos, de
finales de junio hasta principios de octubre. Mi padre y mi tío Rafa iban y
venían a Madrid a trabajar en el “cuatro
latas[i]” y mi madre, mi
hermano Antonio y yo permanecíamos al fresco de la sierra en una casita muy
apañada de tres habitaciones.
Mi única preocupación era no
aburrirme. Estaba todo el día de arriba abajo, jugando al fútbol con el balón
de reglamento – el mayor bien que podía tener entonces un niño -, jugando al
fútbol con mis equipos de chapas, jugando a la Vuelta Ciclista a España con mis
equipos de chapas, cazando mariposas con el cazamariposas en los alrededores
del río, jugando con el tirachinas a darle a los buzones y, los días de lluvia,
a jugar al Monopoly o al Palé en casa de alguien. Jugaba todo el día mientras
la música de los Brincos, los Bravos o, su versión anglosajona los Beatles,
salía de las casas, de los picús[ii] o de los
tocadiscos o de los comediscos, donde los hermanos mayores organizaban sus
guateques.
Recuerdo la paz, la tranquilidad
del mediodía cuando todos nos íbamos a comer, la siesta - que me negaba a tomar
pero a la que la zapatilla de mi madre me reconducía convenientemente - pero,
sobre todo, recuerdo la luz. La luz brillando reflejada en el espejo de las
aguas del río, en las hojas de los árboles, en los tejados, una luz que ahora
no soy capaz de ver, que sólo está en mi memoria y, dado que el Sol no debe de
haber cambiado, el que debe haber cambiado soy yo. Mis ojos no deben ser ya
capaces de captar esa luz. La explicación debe ser que he envejecido y ya disto
mucho de ser un niño, ya tan sólo estoy a un tiro de piedra de mi vejez.
Creo que fue el filósofo francés
Henry Bergson el que distinguía entre el tiempo matemático y el tiempo vital.
El tiempo matemático es una sucesión de instantes discretos, separados a intervalos
que puedes hacer tan pequeños como te permitan las matemáticas y los
instrumentos de medida pero intervalos al fin y al cabo. Una visión parcial de
la realidad descrita en las ecuaciones de la mecánica, en las que recibe el
nombre de “t” y no tiene sentido real en la vida de las personas, apenas para
saber que tardarás dos horas entre Madrid y Zamora a 125 Kmh o que un tren que
parta de Barcelona a una determinada velocidad se cruzará en punto kilométrico
concreto con un tren que parta de Madrid a otra velocidad. En cambio el tiempo
vital, lo que don Henry llamaba duración, es maleable, inconstante pero
contínuo, un rato largo puede hacerse corto y un segundo puede durar una
eternidad.
Yo estoy de acuerdo con Bergson,
medimos el tiempo con relojes pero vivimos el tiempo con los sentidos. En la
infancia y en la juventud los días se hacen largos, tu vida es la búsqueda de
la diversión con la esperanza de pasar cuanto antes ese tiempo y hacerte mayor.
Una vez eres mayor ruegas al cielo que el tiempo no pase, pero el cielo no
tiene clemencia y el tiempo pasa a una velocidad atroz. Sin embargo, el reloj
avanza siempre con los mismos pulsos segundo a segundo.
Una vez superas la infancia y entras
en la juventud, tu cuerpo te desborda, pletórico de fuerza y potencia, cada vez
que hinchas los pulmones la vida entra en cada célula de tu cuerpo y se explaya
más allá de tu corporeidad. No cierras las puertas, das portazos; no subes las
escaleras, las saltas; no andas, corres. Aunque no lo reconoces te crees inmortal,
o casi, en todo caso, a las Parcas las ves de lejos. Y haces locuras, el grado
de éstas depende de tu sensatez natural y de la educación recibida, pero todos
– a nuestro modo y manera – hacemos locuras.
Hacia los treinta sientas la
cabeza, las locuras quedan de repente atrás y, si tienes suficiente salero,
encuentras a la chica perfecta o la que al menos lo parece. Aunque no lo notas
tu cuerpo ya no está tan pletórico, cuando llenas los pulmones alguna célula se
queda abandonada. Una ligera curva asoma en la barriga y, lo definitivo que
marca el comienzo de la decadencia, cada vez que te sientas o te levantas la
operación viene acompañada de un leve quejido, ¡ah!.
Es época dorada en el trabajo,
cuando todavía te gusta y empiezas a hacerte un nombre en tu profesión, cuando
asciendes y piensas que siempre será así, cuando viajas por el mundo si puedes,
cuando te compras el coche que recordarás el resto de tu vida.
Los hijos comienzan a venir y,
con ellos, aparte de la responsabilidad, viene un medidor de tu edad perfecto e
insobornable, más que el reloj y el calendario juntos. Los ves crecer y
sospechas que en la misma medida tu te desgastas.
Te empieza a clarear la cabeza y parece que los pelos que comienzan a faltarte arriba se desplazan a zonas de tu cuerpo que no deberían tenerlos, las orejas, las cejas, las fosas nasales. Luchas contra ellos pero intuyes que a la larga perderás la guerra.
Los cuarenta te sorprenden con la
necesidad de tomar alguna pastilla diaria. Ya no sólo dices ¡ay! al sentarte. Cada
vez que te levantas de la cama necesitas de cierto período de adaptación para
que las vértebras encajen después de una noche de descanso y la columna te
sujete. Ya no aguantas igual la bebida ni las grandes cenas. A las once ya
tienes sueño.
En el trabajo ya no es tan fácil
ascender. Ya te has hecho un nombre en la profesión y ya no sorprendes a nadie.
Echas de menos aquel coche que una vez te compraste y tuviste que cambiar por
viejo. Los hijos siguen creciendo y tu menguando.
Con los cincuenta vienen las
primeras operaciones. Te dicen que no son graves pero tu no te fías, vas al
quirófano porque no queda otra. Sabes que la cirujía es el arte de infrigirte
heridas mortales de forma controlada con fines curativos y, claro, la idea no
te gusta nada. Sales de esas, ¡la medicina ha avanzado tanto!.
Cuando te levantas siempre te
duele algo y, según dicen, si no te duele nada es que estás muerto. Así que
agradeces el dolor.
En el trabajo tienes un jefe
mucho más joven que tú. Tanto, que tienes la tentación de decirle “hola
chaval”. Al final cedes a la tentación y se lo dices. Y no es falta de respeto,
¡es que es tan joven!.
Y tus hijos. Ya no puedes
competir con ellos. Son atletas que cada vez que hinchan los pulmones llevan la
vida a cada una de las células de su cuerpo. Su fuerza supera su corporeidad.
Te cabreas porque dan portazos, suben los escalones de dos en dos y, en vez de
andar, corren. Y ves su tendencia a las locuras y tiemblas por ellos, porque
sabes que se la pegarán, porque tu las ves venir pero ellos no.
Y en estas estoy, no puedo hablar
más por experiencia pero, cuando miro al futuro sólo veo nubarrones. Tengo la
sensación de que viene lo peor. Es ley de vida. Pero, además, ¡es que hay tanto
cabrón por ahí suelto!, el gobierno, la Merkel, el BCE, el FMI, el sistema
atroz en el que vivimos. ¡Tanto cabrón que me niega una vejez tranquila!, con
mi pensión y mi sanidad decente, que no puedo más que verlo todo negro.
Y supongo que me acomodaré en
medio de mi familia y de mis amigos – los de verdad – a aguantar el temporal
que se avecina. Esas son mis armas secretas, no me cogerán desprevenido ni sin
ganas de luchar.
En la parte de arriba de
Miraflores había un árbol centenario, un álamo[iii] que
llenaba una plaza – la plaza del Álamo claro está -, que sobresalía por encima
de las casas y que era enorme. No se sabe quién o qué era más famoso, si el
árbol o el pueblo. Ese árbol, si hubiera tenido capacidad de hablar, habría
dicho algo de lo que muy pocos árboles pueden presumir, que todo un premio Nobel
de literatura – Vicente Aleixandre – le había dedicado un poema. El árbol a los
ojos de todos era eterno. Los lugareños no podían encontrar un antepasado, ni
por conocimiento ni por referencia, que no hubiera conocido el árbol ahí
plantado en el centro de la plaza, nadie recordaba ni por referencias quién lo
había plantado[iv], de hecho, era más viejo
que la plaza que se había hecho a su alrededor. Sin embargo, una enfermedad que
se llevó por delante a la mayoría de álamos y olmos, acabó con él en 1990. No
era eterno, nada lo es, todo envejece, todo se consume y desaparece, y es
terrible tomar conciencia de ello, porque yo ya me encuentro a un tiro de
piedra de la vejez.
Juan Carlos Barajas
Martínez
Dedicatoria
Al pueblo de Miraflores de la Sierra, el pueblo en el que se quedó a
vivir para siempre mi infancia y los ecos de las voces de mi padre, mi madre y
mi hermano
El Álamo a finales del siglo XIX o principios del XX |
El Álamo en los años ’60, ¡cuantos paquetes de pipas de a peseta habré comprado en ese puesto blanco! |
El Álamo en la actualidad, el tronco embalsamado en barniz y convertido en escultura |
Notas
[i] El cuatro latas era el
nombre que recibía el Renault 4, que entonces era 4L, de ahí lo de cuatro latas
y por el ruido que hacía el coche al pasar de 80 Kmh, que era ya una velocidad
respetable.
[ii] Picú era la forma castiza
de decir Pick-up, una especie de tocadiscos. Si, esos de vinilo, con sus singles a 45 rpm
[iii] En realidad, según los
botánicos, se trataba de un olmo.
[iv] La hipótesis más probable
es que fuera plantado en la segunda mitad del siglo XVIII. Al parecer Carlos
III dio la orden de plantar un árbol ornamental en todos los pueblos del reino.
A un tiro de piedra de la vejez por Juan Carlos Barajas Martínez se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
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Vaya casi me haces llorar. Yo q tengo setenta y algunos te diré como continua:
ResponderEliminarLas operaciones siguientes son muy serias
los hijos se te casan y hay personitas q te llaman abuelo
pierdes aquella chica q resultó ser perfecta para ti y lloras. Lloras mucho
Muy bien articulo
Anselmo
Ay Anselmo siento mucho haber despertado malos recuerdos, espero que también te haya animado con otros buenos, que de todo ha de haber en la vida.
ResponderEliminarUn abrazo muy fuerte y gracias por leerme
Juan Carlos, como sabes suelo coincidir contigo en lo expresado y en el sentimiento.
ResponderEliminarEsta vez: "tuché" (léelo en voz alta y ponlo en francés).
Ahora que estoy algo bajo, tras el regreso vacacional sin la familia, me has dejado algo depre.
Es algo duro aunque real.
Un abrazo. Juancho
Ay JuanCho ya no somos unos niños, pero tu te conservas muy bien tío. Jajaja. No te pongas más depre de lo necesario. al fin y al cabo, la vida es así.
EliminarUn abrazo muy fuerte y gracias por leerme
Acabo de leer el artículo de la semana pasada.
ResponderEliminarRecién llegao de vacaciones (menos mal que no lo leí ayer) es un pelín duro, pero me ha gustao mucho. Te ha salido sentimentalón, directo, de prosa profunda y armoniosa, mu guapo.
Me ha recordado la canción de Serrat: "...nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio..."
Un abrazo
Javi
PD: Ahora me pongo con el de esta semana, si me atrevo.
En efecto, esto no tiene remedio. ¿Te acuerdas de lo jóvenes que éramos hace nada?, anteayer por así decirlo.
ResponderEliminarGracias por tus comentarios.
Un abrazo muy fuerte
Viendolo por el lado positivo, coincido contigo en el privilegio que hemos tenido de vivir en este pueblo tan maravilloso.
ResponderEliminarSupongo que sí, pero si no lo conoces entra a traves de facebook en "recuerdos de miraflores" y verás esas fotos que tantos recuerdos nos traen.
Un abrazo
Jose
Muchas gracias Jose, si conozco la página de facebook. Un abrazo.
ResponderEliminarYo también veo muchos nubarrones, pero quiero pensar que pronto llegará un fortísimo viento lleno de justicia que se los llevará bien lejos de nuestras vidas dejando una luz maravillosa que permitirá que mi vejez sea plácida, mi sanidad la mejor y mi pensión muy digna. Lo deseo con vehemencia ya que necesito agarrarme a alguna ilusión desesperadamente para poder resistir. Me ha encantado tu pensamiento. Enhorabuena. Un abrazo Gloria Teresa
ResponderEliminarSi es verdad..para viejos vamos todos. Y todos tenemos "un álamo en miraflores" para rememorar y Muchas cosas más. Y cómo sigue la reflexión y la práctica en la vejez?
ResponderEliminarSaludos, agradecida por sus artículos, siempre interesantes y amenos.
Muy bien escrito me identifico mucho suerte con esa vejez
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