.........¿quién lo desMcDonaldizará?


Este artículo viene precedido por otro....."El mundo está McDonaldizado"

En el primer capítulo de esta apasionante serie vimos como, según el sociólogo norteamericano George Ritzer, la cadena de restaurantes McDonald's es un modelo perfecto de cómo produce y consume nuestra sociedad o, como dice él, es el paradigma actual de la racionalidad entendiendo este último término en el sentido que le dio Max Weber.

También dijimos que para entender en toda su magnitud este fenómeno debemos comprender las cuatro dimensiones del McDonaldismo: eficiencia, previsibilidad, cálculo y automatización. Pues a ello vamos.

La eficiencia podríamos definirla como la búsqueda de los mejores medios para conseguir un fin; en el restaurante de comida rápida, todo está pensado para despachar el mayor número de menús en el mínimo tiempo posible. Todo está controlado, la disposición de las cajas en las que encargas la comida, pagas y recoges el servicio que te llevas a la mesa y que retiras y echas a la basura tu mismo lo que nos lleva al colmo de la eficiencia que es que tú – el cliente - trabajes sin cobrar. Por supuesto, también está estudiada la disposición de las mesas, los paneles que anuncian los distintos menús, la comunicación entre los cajeros y la cocina, dispensadores de servilletas y muchas cosas más. Y no digamos ya del servicio de comida a través de la ventanilla de los automóviles que ilustra bien el aumento de la eficiencia para conseguir una comida, no tienes ni que entrar en el restaurante.

La previsibilidad implica la ausencia de sorpresas, como decíamos en el anterior artículo, las patatas de McDonald's saben igual en cualquier parte del mundo. Aparte de McDonald's, he comido en muchos restaurantes chinos a lo largo y ancho de este mundo – como diría el capitán Tan – y los rollitos de primavera son distintos según el país de que se trate aunque el nombre y el origen del plato sea el mismo. Esto se debe a que los restaurantes chinos aprovechan los ingredientes locales y no tienen normas estándar de producción como en el McDonald's pero, para ser justos, hay que decir que ya se están McDonaldizando y las empresas de distribución chinas llevan un tiempo importando ingredientes directamente desde China y están logrando cierta uniformidad. 

El cálculo,  todo en McDonald's está calculado. De la misma manera que en la fabricación de un coche, existen una serie de especificaciones técnicas muy precisas para cada pieza, ya en el primer manual interno de la compañía se especificaba cuánto debía pesar la hamburguesa precocinada (45,5 g), su tamaño (10 cm) y el contenido de materia grasa (19%), así como el peso la loncha de queso y el grosor de las patatas fritas.

La automatización consiste en la realización de los procesos de producción mediante la tecnología.  En vez de basarse en las cualidades humanas del cocinero, lo que suele pasar en los restaurantes de toda la vida, los restaurantes de comida rápida se basan en tecnologías no humanas y en cocineros sin cualificar que siguen instrucciones detalladas y métodos de cadena de montaje aplicados al proceso culinario y al servicio. El restaurante de comida rápida en su aspecto productivo es fordista[1] en la medida en que utiliza principios y tecnologías asociadas a la cadena de montaje.

¿Y dónde está el problema?, hasta ahora hemos hecho una descripción pero no hemos dicho qué hay de malo en todo esto.  

Hay un grabado de la serie “Los Caprichos” de Goya que me ha impresionado siempre, y más que el mismo grabado, que es sin duda una obra maestra, por su título: “el sueño de la razón produce monstruos”. Este título me vino a la cabeza cuando leí a Ritzer cuando dice que “esta forma de racionalidad tiende a acarrear con ella la irracionalidad de la racionalidad”. Es decir, el uso de la racionalidad suele conllevar aspectos irracionales. Un  ejemplo un poco bufo de irracionalidad que todos podemos entender es que uno inventa la dinamita para hacer carreteras y va otro y la usa para matar personas, con lo que no te queda más remedio que inventar un premio de prestigio internacional para compensar.

En el caso de los restaurantes de comida rápida, la irracionalidad básica es la desmitificación y la deshumanización del ritual de la comida, sin tener en cuenta los aspectos saludables o no de la dieta que eso sería otra cuestión de debate. La McDonaldización de las tarjetas de crédito, que era el otro gran ejemplo que ponía Ritzer,  lleva aparejada la deshumanización de empleados y del proceso bancario, ya de por sí muy deshumanizado con cajeros automáticos y otro tipo de tecnologías. Pero, sobre todo, produce la deshumanización de la relación con el cliente, sin contar con los efectos negativos que en su calidad de vida tiene contraer una deuda elevada, pues muchas personas sólo se fijan en la cantidad de tarjetas que pueden obtener y los límites de esas tarjetas y no en lo que efectivamente se gastan.

Y esto se puede aplicar a cientos de ejemplos que vemos todos los días, tienes que hablar con el seguro te saldrá una voz mecánica, tienes que llamar al hospital y te saldrá una voz mecánica, allá dónde llames te responderá una voz mecánica o te tratará un sistema informático, muy eficientes si, pero, y ¿si tu problema o la atención que necesitas se sale un poco de la norma?, pues que no encuentras manera fácil de solucionarlo, es ese uno de los problemas de la deshumanización.

Como todo invento humano, el McDonaldismo en su proyección como modelo de producción, tiene aspectos positivos y negativos. No me voy a meter a hacer juicios de valor al respecto, según Weber un sociólogo no debe hacerlo, pero de lo que estoy seguro es que nadie de los que intervino en el desarrollo de este sistema ha pensado en el bienestar general y sí en la eficiencia de los procesos y en el beneficio económico que se pueda obtener.

Ritzer dice que la aplicación de estos cuatro principios implican una renuncia a la creatividad y la autonomía individual y concluye profético: “quizá la última irracionalidad de la Mcdonaldización consista en la posibilidad de que las personas queden a merced del sistema, y que éste llegue a controlarnos”. En este punto no creo que Ritzer pensara sólo en McDonald's.


Juan Carlos Barajas Martínez

[1] El término fordismo se refiere al modo de producción en cadena que llevó a la práctica Henry Ford, el  fabricante de automóviles. Este sistema es una forma de organización general del trabajo altamente especializada y reglamentada a través de cadenas de montaje y maquinaria especializada. 

El mundo está McDonaldizado………..



Sí, seguro que puedes, lo estás deseando, es muy fácil, simplemente dilo: ¿quién lo desMcDonaldizará?. Suena a trabalenguas, ¿verdad?, o quizás a simple cachondeo, sin embargo, el McDonaldismo, la McDonaldización y la tesis de la McDonaldización del mundo son conceptos que forman parte de una teoría sociológica seria propuesta por el sociólogo norteamericano George Ritzer en su libro “The McDonaldization of society”.

No sé vosotros pero cuando he andado por esos mundos de Dios a miles de kilómetros de casa, un poco desesperado pues ya se hacía tarde para comer, en sitios dónde se hablan idiomas inconcebibles, allá dónde se acentúan las consonantes o usan símbolos maléficos ininteligibles a los que llaman escritura, sitios en los que tienes que usar la mímica, con una cocina local completamente distinta de la nuestra, en situaciones en las que te hallas al borde del límite de la tarjeta y temes que te claven; en esos sitios y situaciones he de confesar que he agradecido al cielo encontrarme con un McDonald’s.

Porque hay McDonald's por todo el mundo pero, lo realmente extraordinario no es la proliferación de estos restaurantes de comida rápida, sino que las patatas fritas saben igual en Pekín que en Madrid, el “Big Mac” es igual en Lyon que en Murcia y, si me apuráis, la Coca Cola tiene el mismo número de burbujas por centímetro cúbico en Buenos Aires y Zurich.

A partir de un único restaurante en los años ’50 la franquicia cuenta con veinte mil restaurantes repartidos por el orbe. McDonald's se ha convertido en un símbolo de mundo moderno pero lo más interesante, sociológicamente hablando, es el estudio de cómo los principios que inspiran a esta empresa están invadiendo todos los aspectos de vida social en todos los países. Su sistema copa no sólo el sector de la restauración sino todos los ámbitos del comercio como ópticas, tiendas de electrodomésticos, agencias de viajes, gasolineras y, así, una lista innumerable de negocios.

Se ha extendido más allá del ámbito comercial, el mismo Ritzer cita que lo que han hecho con las tarjetas de crédito es McDonaldizar el recibo y expedición del crédito. La obtención del crédito ya no implica un proceso largo y pesado, sino que cualquiera puede acceder a una tarjeta sólo con responder a unas cuantas preguntas. Y el pago se ha simplificado al máximo, nada de entregar monedas y billetes que tanto hay que sudar para ganarlos, entregas un plastiquito que encima te lo devuelven para el siguiente uso.

La comunicación cara a cara se va perdiendo a favor de otros medios de comunicación como el correo electrónico o todos los productos derivados de Internet y de las nuevas tecnologías. Las empresas de todos los sectores de la economía sustituyen la atención al cliente por sistemas informatizados, incluso las Administraciones Públicas están desarrollando la Administración Electrónica que evita que el ciudadano tenga que desplazarse a la oficina administrativa a resolver sus trámites.

La radio y la televisión nos dan fragmentos de noticias comentadas en diez segundos. En diez minutos de película pasan más cosas que en dos horas y media de los filmes de los años ’40. Todo es rápido, instantáneo, cuando tu equipo gana la Copa de Europa no puedes descansar y disfrutar del momento porque enseguida viene la Supercopa, la Megacopa o el décimo partido del siglo de este año.

Bien, paremos un momento, pues este artículo se está McDonaldizando. Ni Ritzer, ni yo que estoy intentando hacer de traductor suyo al cristiano, al lenguaje de la calle quiero decir, consideramos que la cadena McDonald’s sea la culpable de estos hechos sociales que hemos comentado y que todos reconocemos en nuestra vida diaria. Lo que Ritzer expresa en su teoría, es que la cadena de comida rápida es una representación fidedigna, un paradigma de cómo se produce y se consume en la sociedad moderna y por eso ha llamado a este sistema de organización como McDonaldismo. McDonald's no ha creado los cambios sociales sino que los cambios sociales han creado McDonald's.

Concretamente Ritzer habla de paradigma contemporáneo de la racionalidad formal, ¿Qué quiere decir con esas cuatro palabrejas?, bueno, intentaré traducirlo. Max Weber, uno de los padres de la sociología, dejó escrito que el mundo, sobre todo la sociedad occidental, había sufrido un proceso de racionalización en muchos campos, en la economía, la religión, el derecho, la política y el arte. Para Weber la expresión de esta racionalidad en la formas de organización social era la burocracia. Según Rizter, el mundo ha seguido evolucionando desde los tiempos de Weber, principios del siglo XX, y el modelo actual de la racionalización no es la burocracia sino el McDonaldismo. Textualmente dice: “la burocracia aún está entre nosotros, pero el restaurante de comida rápida ilustra mejor este tipo de racionalidad”.

Para entender este fenómeno en toda su amplitud, es necesario comprender los cuatro principios básicos o dimensiones – como prefiere llamarlas Ritzer – del MCDonaldismo: Eficiencia, cálculo, previsibilidad y automatización, pero lo haremos en un próximo capítulo pues además de McDonaldizarse, este artículo se haría demasiado largo.



Juan Carlos Barajas Martínez

El terror, una vez más


En la macabra lotería del terrorismo el gordo cayó ayer en Oslo. Volvimos a ver las imágenes de la destrucción, del miedo y de la desesperación. Volvimos a ver las imágenes desoladoras de las víctimas, víctimas que no tienen raza, que no tienen credo, que sufren la fanática bestialidad de otros y hablan un mismo idioma: el dolor.

Crecí en un Madrid en el que el terrorismo llegó a ser casi cotidiano. Me acuerdo de que el autobús 63, que tomaba todos los días para ir a la Facultad y cuyo recorrido pasaba en parte por el barrio de Salamanca – muy castigado por el terrorismo -, era una especie de madridvisión de los atentados. ¡Ah!, fue allí donde mataron al general el otro día, en aquel aparcamiento secuestraron a ese diputado de la UCD, en ese cruce se cargaron a aquel policía….

En los peores años de ETA, este tipo de atentados adquirió una espantosa cotidianeidad, hasta el punto de que cuando recibíamos la noticia de un nuevo asesinato lo primero que salía de nuestra boca era: ¡otra vez!. Llegamos a acostumbrarnos aunque nunca dejáramos de sentirlo.

Años más tarde al ir al trabajo - trabajaba en un centro oficial - algunas veces pensaba, sobre todo después de algún atentado, que cualquier día le iban a pegar un zambombazo a mi oficina. Se me pasaba por la cabeza si, y mecánicamente, examinaba las salidas de emergencia por lo que pudiera pasar. El miedo se te mete en tuétano sin darte cuenta.

El siglo XXI se estrenó con los atentados de las Torres Gemelas y aprendimos que ni la potencia más poderosa de la Tierra estaba a salvo y que la magnitud de un atentado podía ser tan grande como las mentes perversas y enloquecidas de los fanáticos pudieran concebir.

Llegó el 11 de marzo de 2004 y el horror a gran escala nos tocó en casa, eran mi gente y eran mis trenes, los trenes que cojo todos los días. Jamás olvidaré aquella mañana en la que íbamos comprobando con cuentagotas que todos nuestros amigos, compañeros y conocidos de la zona estaban bien, como cuando después de un mal golpe compruebas que todos los miembros y partes de tu cuerpo están en su sitio. Recuerdo el mal sabor de boca, ese amargor parecido al que tienes antes de un examen o cuando crees que el médico te va a dar una mala noticia.

Y desde entonces, cada vez que la historia se repite en Londres, en Bombay, ayer en Oslo, ese amargor vuelve a mi boca y me pregunto cuándo y dónde será el siguiente.

Esta mañana al levantarme tenía la intención de preparar un artículo mucho más distendido, sobre la mcdonalización, pero me ha salido éste, lo siento en el alma, este tipo de acontecimientos cada vez me afecta más.

Juan Carlos Barajas Martínez

Breve historia de la publicidad de las maquinillas de afeitar



Cuando era un chiquillo me llamaba mucho la atención ver a mi padre afeitándose. El ruido “cris”, “cris”, al pasar la cuchilla por la piel. Las caras raras y graciosas que ponía, un señor tan serio y respetable, cuando tenía que rasurarse por encima del labio o al apurarse las patillas. Ritual, que seguía con los golpes con la maquinilla en el lavabo para quitar los pelos y yo jugando con las cuchillas mientras mi padre me decía, “deja eso que te vas a cortar”. A veces quitaba la cuchilla de la maquinilla, me ponía jabón en la cara con la brocha y me afeitaba de mentirijillas. ¡Qué grande y magnífico me parecía entonces mi padre!, y, ¡qué magnífico y enorme me parece ahora desde la insalvable distancia que interpone el tiempo entre nosotros y nuestros recuerdos!.

Mi padre siempre usó – mientras las hubo - las cuchillas de marca “Palmera”, recuerdo que el símbolo de la marca era una palmera con un fondo que podía ser tanto una vela de un barco como una aleta de tiburón que era lo que yo prefería imaginar. Ese símbolo aparecía encima de los tranvías,  en  los costados de los trolebuses y de aquellos autobuses de dos pisos con los que Madrid parecía querer acercarse a Londres, en los estadios de fútbol y en las diapositivas que ponían en los cines en los descansos, cuando cambiaban los rollos de película y nos sugerían que visitáramos su bar. Era esta una publicidad estática, que confiaba en el prestigio de su marca consolidado durante muchos años. Hoy las cuchillas Palmera son objetos de coleccionistas.

Más tarde, en los primeros ’70, recuerdo en la televisión en blanco y negro al gran humorista Gila, presentando unos anuncios de otro de los mitos del afeitado, las cuchillas Filomátic. Todos los anuncios terminaban con Gila diciendo: “y da un gustirrinín”. Filomátic ya no confiaba tanto en la marca y requería de los servicios de un personaje famoso para dar a conocer su producto. El nombre de la marca llegó a ser sinónimo de maquinilla de afeitar como Minipimer lo ha sido de las batidoras de mano. Filomátic fue adquirida por una multinacional que acabaría haciéndose con el mercado mundial. También los medios de comunicación del anuncio cambiaron, se centraron en la televisión y en las revistas. España había cambiado, se había industrializado y modernizado.



En esos mismos años o quizás un poco después, un sheriff – típicamente USA – se encendía una cerilla en la barba tratando de impresionar a una bonita camarera de un bar de carretera, tan típicamente USA como el sheriff. La chica con una sonrisa pícara le ofrecía al sheriff una maquinilla de afeitar Bic para solucionar su problema. Era un anuncio divertido, inteligente y que no ofendía ni a las mujeres – porque las dejaba bien paradas – ni a los hombres – pues aunque el sheriff no salía muy beneficiado nadie se identificaba con ese ligón barato.

Ya en los primeros ’80 y en color, la misma multinacional francesa optó por un personaje famoso, el tenista John McEnroe, para presentar un anuncio en el que se aprovechaba su fama doble de ser un gran tenista y de ser colérico sobre la pista, y decía enérgico: “¡la bola entró!, con un desagradable acento guiri que muy probablemente no era real. La frase se basaba en otra – “entró, entró” - que había sido acuñada por un famoso locutor de televisión, Juan José Castillo, que transmitía todos los partidos de tenis. El anuncio no tenía mucho mérito – más allá de que Dart Vader (Constantino Romero)  le daba la réplica a McEnroe - pero la frase “la bola entró” con acento inglés estaba en boca de todos los muchachos.

Y, poco a poco, el mercado de la maquinillas de afeitar se fue concentrando en unas pocas empresas y los anuncios se fueron haciendo cada vez más iguales y yo fui perdiendo el interés por ellos al mismo tiempo que el afeitado – una vez superada una breve etapa de barba larga, juvenil y un poco marxista – se fue convirtiendo en una obligación para mí. Los anuncios ya no se hacían específicamente para el público español, la globalización había llegado. Estaban hechos por anglosajones con protagonistas anglosajones, para el mercado internacional.

En una primera oleada, empezaron a salir hombres apolíneos – musculosos arios mirándose al espejo - con perfectos rasurados acompañados de chicas estupendas que les acariciaban el rostro  admiradas del perfecto acabado de sus afeitados y no de la belleza viril de sus acompañantes. En resumen, la bella y el bestia. No consigo acordarme específicamente de ninguno de estos anuncios, perdieron la personalidad.

Más tarde, en una segunda oleada, empezó a entrar en los anuncios la tecnología. Las multinacionales querían convencernos de que invertían cantidades millonarias en investigación y desarrollo. Por eso se inventaban laboratorios inconcebibles, con científicos en perfecto estado de revista con batas blancas que consultaban animaciones por ordenador que demostraban que con dos cuchillas se afeitaba mejor que con una, mientras seguían apareciendo arios jóvenes y chicas estupendas mirando desafiantes a la cámara, confiados en que la tecnología conseguiría afeitados cada vez mejores.

Comenzaron a desaparecer los modelos y aparecer comparaciones con coches fórmula 1 o con aviones supersónicos que alcanzaban velocidades match 3. Y gracias a esa millonada que se gastaban en investigación descubrimos que se podía poner una banda de jabón encima de las dos cuchillas y el cabezal basculante para sortear los incómodos rincones que el Hacedor tuvo a bien hacernos en el rostro. Y no conformes con ello, lo científicos-anunciantes pensaron en una tercera cuchilla con la que apurar los pelos listillos que se libraban de las dos primeras. Y una cuarta cuando tres no bastaron. Creo que ahora van por cinco, no puede haber pelo que resista eso. Hemos conseguido una sociedad lampiña, por fin, gracias a la globalización.

Juan Carlos Barajas Martínez





Un Consejero anda suelto


Ancla La pasada semana el Consejero de Economía de la Generalitat de Cataluña lanzó un globo sonda en el que pedía la “cooperación solidaria del sector público” y anunció que es posible que a los funcionarios se le pida que trabajen “lo mismo por un poco menos”. Y, ¿de qué manera se va a materializar esta nueva vuelta de tuerca?, pues el señor Consejero no lo tiene claro y especula con varias opciones, desde la bajada de sueldo sin más hasta la modificación de las jornadas de trabajo que, a su vez, puede implicar “trabajar un poco más, 10 o 15 minutos al día, o trabajar un poco menos cada día pero tener menos vacaciones”. La idea, parece ser en cualquier caso, alargar el total del horario laboral.

Lo más desternillante del caso es que, según informa la prensa, dijo todo esto después de anunciar que se eliminaría el impuesto de sucesiones a las rentas más altas con una pérdida de ingresos de entre 50 y 150 millones de euros. ¿No teníamos que arrimar todos el hombro en situaciones de crisis?, ¿es que esperan que los beneficiarios inviertan esos 150 millones en el fomento del empleo?.

En el ánimo del Consejero está el aumentar el rendimiento del factor trabajo del personal a su cargo. La manera más fácil y simple es bajar el sueldo, o bien, lo que en el fondo es lo mismo, aumentar el horario laboral sin contrapartidas.

Pero el plan falla por la base. Observemos el problema desde la mirada sociológica. Desde el famoso estudio emprendido por Elton Mayo en la Western Electrics Hawtorne Plant, se sabe que cuando desde la Dirección se emprenden medidas coercitivas contra los trabajadores, éstos buscan la manera de evitarlas, de enmendarlas o de manipularlas en su propio beneficio en la medida de lo posible. Una especie de ley de acción-reacción laboral. Si el Consejero aplica la medida anunciada puede que consiga que el personal se quede más tiempo en la oficina, pero dudo mucho de que consiga que trabajen más. Tanto más fácil cuánto en el trabajo de los funcionarios las medidas de control de la producción son muy difíciles de llevar a la práctica, ¿qué van a medir?, ¿el número de expedientes por día?, ¿el número de llamadas telefónicas por hora?, ¿el número de sellos estampados por minuto?. En fin, un sinsentido.

Y por último, ¿esto no lo sabe el Consejero?, probablemente sí. Entonces, ¿por qué lo hace?, porque es una medida “cara a la galería”, porque los funcionarios son uno de los “puching balls” de la crisis.

Juan Carlos Barajas